Sin lugar a dudas, lograr una buena traducción dependerá, entre otros aspectos, de qué tan bien conozcamos y dominemos nuestro propio idioma, tarea nada fácil tomando en cuenta lo fascinantemente complejo que es el español.
Las reglas ortográficas, ya de por sí, son un lindo dolor de cabeza: “¿tal palabra lleva tilde?”, “¿tal palabra se escribe con c, s o z?”, “¿está bien si pongo una coma aquí?”, “¡¿para qué sirve el punto y coma?!”. También nos darán un dolor de cabeza las ramas de la gramática, como por ejemplo la morfología con sus categorías gramaticales (el verbo es la peor de todas); o la sintaxis, nos enseña muy bien qué son y cómo se componen el sujeto y el predicado (¿quién podrá olvidar los análisis morfo-sintácticos de Lengua II?).
Sin embargo, aunque conozcamos la teoría a la perfección, no es suficiente; es necesario ponerla en práctica. No solo debemos reexpresar correctamente el mensaje transmitido por el autor, sino también hacerlo de tal manera que suene natural en la lengua de llegada; para ello es indispensable contar con un amplio léxico y evitar los errores que comúnmente se cometen debido al uso general, como, por ejemplo, los ya famosos vicios de dicción.
Otro elemento no menos importante es la variación lingüística propia de cada lengua. Recordemos que un tarapotino no se expresa igual que un ancashino; un ejecutivo de una corporación, que un técnico electricista; un señor de 60 años, que un adolescente de 18. Debemos tomar en cuenta todas estas diferencias al momento de traducir, y utilizar el lenguaje apropiado para cada caso.
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